El redescubrimiento de Pierre Étaix
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Un plano de "El gran amor".
Voy al cine en pos de una quimera: satisfacer una necesidad imperante, un apetito que de hecho es insaciable. Pero incluso cuando iba al cine como el común de los espectadores: a ver sencillamente una película, en busca de esa diversión de la que nos habla Alberto Moravia en mi amado y odiado En el cine -mucho mas estimado que El conformista y el resto de las novelas del romano cuya lectura me ha sido dada- había cintas que visionaba veinticinco o treinta veces.
De entre estas últimas quiero recordar Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969). Tenía trece años cuando la vi por primera vez y concebía la pantalla -como el resto del mundo- de forma más simplista. Así que la famosa secuencia de la bicicleta con Etta (Katherine Ross) sobre el manillar y el famoso Raidrops Keep Fallin' on My Head del gran Burt Bacharach y Hal David en la voz de B.J. Thomas, me dejó obnubilado. Aquello fue en 1973, hasta 1984, que las atesoré en video, di cuenta de las aventuras de Butch Cassidy (Paul Newman) y Sundance Kid (Robert Redford) dos o tres veces por año. Ya cinéfilo, ya esclavo de esa necesidad imperante de películas, la famosa secuencia de la bicicleta empezó a parecerme como un anuncio de champú, que encima detiene la narración. La cinta está bien, sí. Pero es todo lo básica que ha menester para ser popular. Es algo así como el Hotel California (1976) de The Eagles al rock, que también está bien, sí... Pero frente al Horses (1975), que unos meses antes había lanzado Patti Smith, ¿dónde se queda?
Podría citar quince o veinte westerns de un valor infinitamente superior a Dos hombres y un destino. Pero en honor a ese visionado monomaniático, que aprendí con este filme, y a la belleza de Katherine Ross, que tan poderosamente me cautivó en la adolescencia, alabaré la gran virtud de la cinta de Hill. Ésta consiste en ser una de las primeras aventuras cínicas -aquellas en que los villanos tradicionales son presentados como buenos-, aunque la primera de todas ellas -Bonnie & Clyde (Arthur Penn, 1967)- es bastante mejor.
Hubo una película en mi infancia -y vamos ya con el asunto que me interesa hoy-, de visión única hasta que el mes pasado tuve oportunidad de volver a dar cuenta de ella en la bienamada Filmoteca -alabado sea por siempre su nombre-, que me estigmatizó de forma indeleble. Mientras haya salud (1966) es su título y el francés Pierre Étaix, su realizador. La descubrí en 1967, en una sala cuyo nombre no recuerdo de los aledaños del Paseo de la Virgen del Puerto. Fue en una de aquellas tardes de sábado que se nos iban a mi madre y a mí en aquellos queridísimos programas dobles, sesión continua desde las cuatro. Con Étaix se me dio un cine extraño, máxime para aquel niño obsesionado con las películas de vaqueros que era entonces. Dividida en varios fragmentos, de Mientras haya salud me magnetizó especialmente el alusivo a la publicidad y demás problemas del mundo moderno.
Me recuerdo algunos días después, ya metido en la semana, dándoles vueltas complacido a las imágenes del sábado de Étaix. Parecían permanecer en mi retina como uno de esos fogonazos que nos siguen deslumbrando al bajar los párpados. Todo me fue tan grato que hasta le cogí apego a esos aledaños del Paseo de la Virgen del Puerto. Sin embargo, no tuve oportunidad de volver a ver nada de Étaix hasta el mes pasado. Mitifiqué Mientras haya salud merced a un programa de mano que me regalaron en el almacén de una distribuidora ya olvidada -CB Films- que había en los locales exteriores del mercado de Los Mostenses. Por este mismo procedimiento elevé a los altares de mi culto Muchas cuerdas para un violín (Pietro Germi, 1967) y Un tigre en la red (Dino Risi, 1967).
Ya cinéfilo, ya presa del apetito insaciable, me preguntaba extrañado sobre la falta de referencias de Étaix. A excepción de una pequeña entrada en el Diccionario del cine de Georges Sadoul y otra no mucho más larga en la Enciclopedia ilustrada del cine de Editorial Labor -dos de los textos a los que siempre acabo por volver- no había nada.
Parece ser que tras el estreno de Pays de cocagne (1971), un demoledor documental sobre una colonia de vacaciones, Étaix cayó en desgracia. La maldición fue a coincidir con un problema sobre los derechos de distribución que impedía la exhibición de sus películas y el ostracismo se cernió sobre aquel realizador, que tanto deleite me procuró en mi infancia, con el amparo de la ley. Puede que todo fuera una maniobra orquestada para acabar con quien pintó a la gente sencilla, al pueblo llano, ese dogma de fe, como auténticos animales en Pays de cocagne. En cualquier caso, no fue hasta el año pasado cuando este interesante cineasta se pudo volver a hacer con los derechos de sus películas. Y la bienamada Filmoteca -alabado sea por siempre su nombre- programó el debido ciclo hace algunas semanas. Lo esperé con avidez durante cuatro largas décadas y vengo a dar cuenta en estas notas de él.
Si hay algo tan gratuito como adscribir a Louis Malle a la nouvelle vague, eso es ver en Pierre Étaix a un heredero de Buster Keaton, como se acostumbra a hacer desde una perspectiva simplista. Bien es verdad que el francés no habla -hasta que empieza a hacerlo en El gran amor (1969)- , pero su humor no es en modo alguno físico como el del estadounidense, uno de los grandes del slapstick. El humor de Étaix es intelectual. Alude a una de las grandes preocupaciones del debate de los años 60: el agobio frente a la sociedad moderna del individuo. Es tan intelectual que su guionista habitual es Jean-Claude Carrière, el escritor francés de Buñuel, quien, ese mismo año 69 que escribe El gran amor para el francés, redacta para el español el libreto de La vía láctea.
Así como me pareció de una lógica aplastante que el Étaix actor -un mimo que no hablaba- colaborara con Robert Bresson -el cineasta para quien los intérpretes eran poco más que muñecos- en Pickpocket (1959), esa simbiosis entre el Étaix realizador y Carrière, en principio tan distantes uno de otro pero prolongada precisamente hasta El gran amor, fue la primera cuestión del autor de Mientras haya salud que me llamó la atención cuando finalmente tuve acceso a su filmografía.
Independientemente de esa tradición circense a la que pertenece, a mi juicio, los orígenes del Étaix cinematográfico hay que buscarlos en un corto del gran René Clément, Soigne ton gauche (1936). Jacques Tati, su protagonista, incorporaba en sus planos a un boxeador, un peso mosca flexible y evasivo enfrentado a un pesado. Esto da pie a toda la serie de gracias imaginable. A mi entender, es entonces cuando esa mímica a la que tanto Tati como Étaix pertenecen irrumpe en la pantalla gala.
Ahora bien, no porque Étaix accediera al cine a la sombra de Tati -dibujó la más célebre caricatura del grand Jacques y escribió algunos gags de Mi tío (1956), la obra maestra de Tati en la que Étaix hizo su debut como actor- hay que considerarles tan semejantes como puede parecer en una primera apreciación.
La filmografía de Tati forma un bloque homogéneo desde L' École des facteurs (1947) -donde ya presenta con nitidez al cartero de Día de fiesta (1949), que a su vez es todo un precedente del monsieur Hulot que protagonizará el resto de su obra- hasta Tráfico (1970). Zafarrancho en el circo (1974) es un apéndice menor filmado para la televisión y Forza Bastia 78 ou L'ile en fête (1978-2002), un documental sobre la afición del Bastia, un equipo de fútbol de Córcega, una rareza que dejó inacaba a su muerte en 1982 y montó su hija Sophie.
Por su parte, la filmografía de Étaix comienza a ser errática en Yoyo (1964), su segundo largometraje. Y no lo es sólo porque se pierda en pacifismos que no vienen al caso y diatribas contra la televisión en aras de la pureza del circo. Sino también porque le falta brío, contundencia a su puesta en escena. Recuerdo que en la nota de Étaix incluida en la Enciclopedia ilustrada del cine se hablaba de su "brillante pero limitada inspiración". Nada más cierto. Cuando Étaix se atiene a la mímica, a la pincelada, a la estampa, por momentos alcanza la genialidad. Verbigracia, los dos primeros cortometrajes -Rupture y Heureux anniversaire (ambos del 61)- y su primer largo -El pretendiente- del mismo año. En mi opinión, esta última es la obra maestra de un autor que alcanza su mayor registro cuando parodia las relaciones galantes. Pero en Yoyo, que el amor sólo es un apunte del principio, porque se trata en realidad de una biopic del protagonista -el Yoyo en cuestión, interpretado por Étaix- hay algo que no va. La mímica no es el procedimiento más adecuado para contar una historia de semejantes características y se acaba por notar.
Tengo la sensación de que ese viraje al sepia que presenta la copia de Mientras haya salud incluida en el ciclo -restaurada como el resto de las recuperaciones por las fundaciones Groupama Gan y Technicolor- no estaba en aquella copia a cuya proyección asistí, con tanto placer, en aquel cine olvidado en 1967. Y la tengo porque fue con el visionado de esta película, que desee repetir durante cuarenta y cuatro años, con el que descubrí el poderoso magnetismo de las imágenes en blanco y negro. Pero esto es algo que he comprendido ahora, al volver sobre mi primer encuentro con el cine de Étaix. "Es curioso como los colores del mundo real sólo parecen verdaderos cuando los videamos en una pantalla", observa Alex (Malcolm McDowell) en su voz en off de La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971). Y es curioso cómo el blanco y negro da una nueva dimensión a lo que retrata.
Dicen que la imaginación tiene ese cromatismo. Ni lo afirmo ni lo niego. No alcanzó a distinguir la tonalidad de las cosas que imagino. Lo que sí sostengo es que la realidad, reproducida brutalmente a través de esa gama de grises que nos lleva del blanco al negro, adquiere la tonalidad del mito. No hará falta que recuerde que las fotografías y las filmaciones en blanco y negro tienen un carácter documental, testimonial, mucho mayor que en color. Todavía es ahora, casi ciento ochenta años después de los primeros daguerrotipos, cuando las modernas cámaras digitales tienen un procedimiento para las instantáneas en blanco y negro.
Pues bien, ese tinte sublime de las imágenes, fue el que me descubrieron Pierre Étaix y Jean Bofetty, su director de fotografía en Mientras haya salud. Tamaña gracia está por encima de cualquier otra consideración. Así que paso por alto la manida crítica a las prisas y los agobios de los nuevos tiempos -tan del debate de los años 60, insisto- que entraña tan querida cinta. Divida en esos cuatro fragmentos aludidos, precisamente es el titulado Mientras haya salud el que encierra esa sátira de la modernidad del año 66. No formularé la pregunta que tengo en mente -¿Puede haber algo más reaccionario que alzarse contra la modernidad?-, la pasaré por alto como olvido el rencor que podría guardar hacia algunos de mis mayores porque fue mucho más lo que me dio que lo que me quitó en mi niñez.
Si Buster Keaton se hubiera reído -lo hizo sólo una vez en un corto perdido- habría dejado de ser el Gran Cara de Palo. Si Jacques Tati hubiese hablado, monsieur Hulot habría perdido su indolencia. Cuando Pierre Étaix recurrió al color y a la palabra con largueza -diálogos y voz en off- en El gran amor puso fin a ese personaje con el que había conseguido convertirse en uno de los grandes mimos de la pantalla francesa, un genuino heredero de Max Linder, su verdadero origen silente. La cinta, sí, está bien. Pero ¿Dónde queda comparada con El pretendiente? Pierre Étaix se antoja en ella como un precedente de Pierre Richard, que tanto nos haría reír en el 72 con El gran rubio con un zapato negro, de Yves Robert, y alguna que otra cinta de los años 70, antes de que, a este lado de los Pirineos el olvido cayera sobre él.
Después de Pays de cocagne y el fin de la colaboración con Carrière llegó la interdicción, digámoslo a la francesa. Ya maldito, su actividad detrás de la cámara se vio interrumpida hasta que volvió a emplazar su tomavistas en 1987 para el rodaje L' âge de monsieur est avancé, una comedia escrita por él para la escena en cuya adaptación cinematográfica volvió a contar con Nicole Calfan, la Agnés de El gran amor, la dulce tentación.
En todos esos años que estuvo alejado de la realización, el Étaix actor lo fue, entre otros grandes realizadores, de Fellini en Los payasos (1971), de Jerry Lewis en El día que el payaso lloró (1972) y de Nagisa Oshima en Max mon amour (1985). Definido por Jerry Lewis como un genio, yo estimo su cine por su placidez y porque me descubrió el magnetismo de las imágenes en blanco y negro, que, dicen, son los colores de la imaginación.
Publicado el 21 de abril de 2011 a las 21:30.